Ella la trajo a
esta vida
escondía en mi
barca.
Cuando me vio
dijo: “Tenga piedad, caballero.
Estoy solita en
el mundo
y ya las fuerzas
me faltan,
no he podido ni
abrazarla,
cuide de mi niña
porque yo me muero”.
Hice un capacho
con mi traje de estrellas
y la entregué a
una mujer muy humilde.
Dele su amor,
tan solo eso
pero una cosa le
advierto ahí estaré siempre velando, invisible.
La vi gatear,
echar los dientes, caerse
y volver a
levantarse,
cómo se hacía
mujer sin despeinarse.
Era mi risa, mi
sangre, mi pulso, mi llanto, mi razón de ser.
La acompañé el
día de su boda,
cuando parió a
su niña Lola.
La consolaba
entre sueños
del marío y sus
tormentos.
Le dediqué todos
mis días
aunque en el
fondo yo sabía
que salvarla no
podía de los pasitos del tiempo.
Y un día primero
de noviembre
un viento oscuro
de poniente
hizo temblar mi
corazón.
Se encendío el
farol
y a mi laíto
estaba ella
era mi niña ya
muy vieja
y le puse la
cruz a Dios.
Y en el otro
Cádiz sonaron
las otras
campanas del Carmen.
Alguien la
estaba esperando
y corrió hacia
los brazos
los de su madre,
los de su madre, los de su madre.
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